Ella tenía una figura hermosa.
Cuando estaba conmigo, éramos amigos. Yo sentía que éramos eso: amigos. Veíamos cualquier basura que pusieran en la televisión, casi siempre una película de terror.
Series completas, y yo, sin entender un carajo, estaba ahí…
Una noche me di cuenta de que era más hermosa de lo que pensaba, y que tal vez me había enamorado.
Realmente creía que estaba jodido. Esa noche compramos algo en un supermercado cercano y fuimos caminando bajo una humedad densa que quedó tras la lluvia. De hecho, algunas gotas aún caían sin mayor gloria. Me hizo recordar.
Aquella noche de lluvia jugábamos en el patio. No sabía una mierda acerca de la vida. Y las gotas espesas —esas sí tenían gloria— se resbalaban por tu piel.
Traté de escapar y me agarraste con tu mano. Me llevaste hacia ti.
Creí que me ibas a abrazar.
No fue así. La diversión siguió.
Ya era pasado, pero retumbaba en mi memoria.
Y, de regreso al supermercado, en aquella esquina solitaria de nuestro barrio, había una pared blanca, virgen de grafitis, y por encima un árbol de ramas secas que sostenía una luz amarilla que resplandecía hacia abajo, obedeciendo el teorema de Pitágoras.
Creí que te lo diría.
Creí que te iba a abrazar.
Pero no fue así…
Olvídalo. Desde ese momento supe que, en algún tiempo futuro, escribiría un poema en tu honor. Desgraciadamente, entre muchos, fue este…
Volví al mismo viejo lugar de la pared blanca. Habían hecho un mural con el nombre de una política, un número marcado con una X y un lema democrático.
La luz amarilla ya no estaba. Habían puesto una LED. Se veía más transitado, ya no era igual de peligroso.
Y ya no parecía llover igual.
Vendrían torrentes de aguaceros sin ti. Pero ya no importaba.
Porque solo era una hoja que recobraba horizontalidad con tu sonrisa.
No importaba. Ya no tenía problema si el viento no me llevaba: el suelo se había vuelto un lugar confortable.
Habían venido más chicas, y a algunas les escribí poemas como este, o mejores…
No tenía sentido recordar.
Ahora tú estabas casada. ¿Quién lo diría? Tu cuerpo ya no tenía la misma figura: estaba más gordo… Igual te veías feliz, con alguien que se llamaba igual que yo.
Ahorré palabras, tal vez pensando en ahorrar dolor.
Fui un imbécil cobarde.
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